La pluma siempre fue más fuerte que la espada. Quizá porque una bala en la cabeza es mucho más compasiva que un insulto bien parido. Las palabras son armas, piedras que un buen escritor te lanza a la jeta para agitar tu conciencia. Proyectiles precisos. Dardos letales. Y ya si hablamos de un medio tan visual como el cómic, las letras se convierten en algo diferente, complejo, algo peligroso que puede hacer avanzar la historia o, mal utilizadas, condenarla a un imposible y plúmbeo muro de vocabulario angosto y estéril. Más allá de esas tripas del guion que luego nadie mira pero todo el mundo puede ver, hay una economía crucial que puebla bocadillos y cartelas y que es muy difícil controlar. Saber dónde colocar cada expresión, acotarla en su justa medida, darle el vigor necesario para que resalte en cada escena no es sencillo, y en eso Enrique Sánchez Abulí es un maestro.
Alex Magnum no es más que una simple confirmación de ese hecho incontestable. Abulí no solo sabe en todo momento en qué lugar colocar sus palabras, sino que las maneja a su antojo dándoles nuevos usos, nuevos horarios y nuevas modas. Las aventuras de este policía futurista tan mucho atípico y tan poco policia no son sino una excusa para jugar a un juego de engaños y expresiones confusas en las que el doble sentido se pliega sobre sí mismo y se convierte en triple o cuádruple carambola. Las historias no buscan la sorpresa tanto como el efecto, y se convierten en coartadas para un juego en el que el lector se viste de activo actor y su aporte es fundamental para que todo funcione. Porque los trucos exigen complicidad. Predisposición. Ganas de colaborar. Y Abulí, como en muchas de sus más célebres obras, nos coloca en una tesitura moral dudosa y comprometida, nos obliga a comprender una jerga a veces imposible mientras acompañamos al protagonista por la atroz senda de la violencia iluminada con humor. Nos obliga a tomar parte. Nos obliga a sonreír. Y reírse de las desgracias no es sencillo, pero si lo logras, la culpabilidad de la catástrofe ajena y ficticia pasa a ser un dolor gratificante, como el de la lengua que no deja de menear ese diente casi suelto.
Abulí cuenta para perpetrar su genial gamberrada con los dibujos de Genies, un artista fugaz con un férreo control del blanco y negro que bebe de forma directa de influencias declaradas como Font o Bernet y de otras quizá no tan confesadas como Horacio Altuna. Esta dupla creativa desgrana de forma episódica momentos de una vida sin sentido, tan retorcida y juguetona como las propias palabras o la pléyade de personajes desquiciados que pululan, malviven, mueren y matan en el lumpen futurista de una ciudad que parece condenada a ser siempre cloaca. Nunca los guiones del maestro me parecieron benévolos. Nunca vi en ellos, tras el aroma macarra y divertido de una crueldad sin límites, otra cosa que el reflejo triste de una sociedad tan condenada que, sin la ficción, como aquel que es incapaz de soñar, acabaría por estar completamente loca.
Javier Marquina.