A estas alturas del quilombo uno mucho ha contado, discutido, hablado y escrito (a mano y a máquina) sobre la obra guionista y el par de libros sobre Mertov que le hicieron estudiar, envidiar y amar el trabajo del narrador argentino. Además en esta publicación autores más doctos, menos fatigados y más elocuentes ya habrán escrito sobre el creador literario del aventurero tranquilo, Dieter Lumpen, el memorioso Griffatton (del que ahora no recuerdo cuantas dobles letras llevaba su nombre. Bueno, siempre mejor no quedarse corto), la numinosa Malka, el trabajo con el primerizo David Sala o las pampas de Nine, el cartógrafo de Mattotti y la rumorosa escarcha que les envuelve. Seguramente también hablen o hayan hablado de todo el resto de su trabajo en cómic, que no es poco.
Así que para no aburrirles con visiones nuevas pero poco imaginativas u originales de su obra, voy a contarles de la tarde que Das Pastoras me llevó a conocer a Zentner.
Fue durante un Salón del Cómic de Barcelona y hubo de ser sobre mediados de los años ochenta del siglo pasado. Me preguntó Julio si quería acompañarlo a un bar, cerca del recinto del Salón, donde había quedado con Jorge Zentner, el guionista; así yo lo conocería. Dije que sí, en aquella época conocer gente aún era un ejercicio saludable.
Hablaron lo suyo, tras las presentaciones, y luego Daspas nos dejó solos.
Nosotros nos acercamos con lo que teníamos en común, los cómics y la literatura. Varios nombres se pusieron sobre la mesa. Especialmente por mi parte Peter Handke, que aún no era Premio Nobel ni yo sabía que el escritor austriaco, muchos años después, me escribiría una carta en español desde algún remoto pueblo francés. Si lo hubiese sabido aún hubiera sido más contundente con mis aseveraciones. Recuerdo, o quiero recordar, que Zentner habló del Roth que, no hacía tanto tiempo, encendía su imaginación cuando guionizaba las historias de Griffaton (parece ser que se escribe así). Pero añadió el entrerriano que lo que le interesaba, o preocupaba, no era tanto la literatura como el asunto de escribir. La escritura. Tal vez le había poseído un demonio estructuralista francés, no puedo asegurarlo, pero en aquel momento todo me olió a azufre telquelista. Lo que aumentó mi interés por el tipo que escribía aquellos imprescindibles relatos del noble Lumpen, Dieter Lumpen. Tan alejados del infierno gobernado por Barthes, Foucault, Lacan y la Kristeva. Aquella contradicción, o esquizofrenia creativa, me hizo interesarme en el argentino que hacía o haría historias frías y llevaría caravanas por desiertos ingobernables.
Y pocos años después Mertov, los dos libros.
Más tarde la amistad y los días de festival compartidos y la mañana que le regalé los tres maravillosos números de la revista de Óscar Masotta, Literatura Dibujada.
Y después la lejanía del tesoro. No nos hemos encontrado más.
Por eso quería contaros, por si esta es la última oportunidad, de aquella tarde y del soleado mayo de Barcelona que entraba por las cristaleras de aquel bar sin nombre, que en mi memoria no tiene decoración, ni paredes, solo dos personajes hablando frente a unas tazas que quién sabe qué contenían, envueltos en la luz primaveral del Mediterráneo.
Quizá esperábamos a uno de los héroes de Zentner. Yo sigo esperándolo.
Ángel de la Calle, Gijón 2024