En noviembre de 2003 me encontré al fin cara a cara con Jorge Zentner. Él vivía en Barcelona y yo en Salamanca, pero fuimos a encontrarnos en Buenos Aires, ciudad a la que él regresaba después de un viaje por La Patagonia, y a la que yo iba por primera (y única) vez cumpliendo un anhelo de largos años. He olvidado los detalles de aquel encuentro, pero recuerdo perfectamente la envidia que me invadió cuando Zentner comenzó a relatar la odisea patagónica que acababa de vivir junto al dibujante Lorenzo Mattotti, a costa, según creo, del diario alemán Frankfürter Allgemeine Zeitung, odisea que debía culminar en un cómic que ignoro si llegaron a realizar.
Ese mismo año Zentner y yo habíamos mantenido por correo electrónico una larga conversación a propósito de su carrera. Aquel diálogo había cristalizado en una entrevista reproducida poco después en el sitio digital Tebeosfera y que nos tuvo ocupados buena parte del verano. Podría decirse, no obstante, que yo lo conocía de mucho antes por la lectura de su obra, especialmente sus colaboraciones con Rubén Pellejero. A través de esas historietas admirables me había formado una imagen de Jorge que no se correspondía con la del conversador ameno, curioso y expansivo que la vida me puso delante aquel día. Con Zentner (el real y el figurado) suele tratarse de eso: del choque entre la realidad y lo imaginario. Al menos, de eso trata en buena medida El rumor de la escarcha, obra que realizó con Mattotti y que publicó por primera vez el Frankfürter Allgemeine (¿quién si no?) en el año 2001.
Entrevistado por Gilles Ciment y Jean-Pierre Mercier, Mattotti desveló algunos condicionantes del encargo: debían tener lista una plancha semanal durante un período de seis meses para publicarla a gran formato en las páginas del suplemento dominical. Desde Barcelona, Zentner escribía en español el guion que Mattotti dibujaba luego en París (y sé que el verbo «dibujar» se queda corto para definir la andanada de ideas, luces, líneas y colores que estallan en cada una de sus páginas). Aparte, ambos se comunicaban por teléfono en italiano mientras un traductor vertía al alemán los textos que, una vez rotulados, llegarían al público del Frankfurter Allgemeine. Fue una colaboración insólita que rompía fronteras tanto geográficas como lingüísticas. También rompió muchas de las convenciones del cómic, ya que sus autores fueron libres de elegir el tema y abordarlo de la forma que creyeran conveniente.
«Primero decidamos qué es lo que no queremos hacer», acordaron Mattotti y Zentner una vez aceptado el encargo. Mattotti venía de adaptar Doctor Jekyll & Mr. Hyde junto al guionista Jerry Kramsky, con quien había firmado un trabajo modélico, meticuloso en cuanto a concepción y composición. Frente a esta obra, su aspiración (el «no querer hacer») lo llevó a construir una estructura de página más abierta, pero regular, con una retícula de viñetas iguales que admitían un fácil reajuste de cara a su posterior publicación en álbum pensando, supongo, en la edición que manejamos a día de hoy.
Para Zentner, en cambio, ese «no querer hacer» debió servir (y entro un momento al terreno de la conjetura) a un propósito más profundo ya que, según Mattotti, llegó a saquear sus propias vivencias para entretejerlas en una trama cuyo detonante era el miedo a la paternidad. El argumento es engañosamente simple. Samuel Darko vuelve a casa después de compartir un día de playa con su pareja. En ese momento ella le propone tener un hijo. La propuesta dispara todos los miedos de Samuel, que disuelven la relación y lo empujan a él, al año de consumada la ruptura, a emprender un viaje transnacional cuyo periplo se irá convirtiendo etapa por etapa en una odisea de autoconocimiento con el objetivo implícito de «conquistar la serenidad de la que carece», en la acertada expresión de Felipe Hernández Cava.
Mattotti y Zentner eran ya viejos amigos cuando acometieron El rumor de la escarcha. Habían colaborado juntos diez años antes en la realización de un álbum bellísimo, El cosmógrafo Sebastián Caboto (1992), encargo de Planeta-De Agostini para una lujosa colección en torno al Quinto Centenario. Ya en aquel tiempo la colaboración entre ellos se había planteado de forma insólita: el guion fue escrito sin saber quién acabaría dibujándolo; Mattotti lo eligió entre los que se le ofrecieron y, una vez enterado de esta elección, Zentner lo reescribió para acomodarlo a las virtudes plásticas y expresivas del dibujante. El rumor de la escarcha también disfrutó del diálogo entre sus dos creadores y de cierto margen para la improvisación pese la retícula invariable de dos viñetas por página.
Ignoro cuál fue la hoja de ruta que siguió Zentner a la hora de diseñar el argumento de la obra. Parece construida según el esquema de la novela bizantina: Samuel Darko emprende una peregrinación cuyas etapas están señaladas menos por hitos geográficos que por una serie de encuentros que alteran profundamente la percepción que tiene de sí mismo y de cuanto lo rodea. Aparte de esos encuentros, hay dos cuentos cuya lectura influye profundamente en la metamorfosis de Darko. Se presentan según la técnica narrativa de las cajas chinas, es decir, una historia dentro de otra. No son textos ajenos a la sustancia del relato. Su presencia realza con sutileza las enseñanzas del guion. ¿Y qué lecciones son esas? Se me ocurren al menos dos. Una es sobre la profundidad a la que están enterrados nuestros miedos y la facilidad con la que pueden aflorar a la superficie si carecemos de las herramientas psicológicas para desmontarlos. Otra trata sobre el poder sanador de la meditación (o del autoanálisis) como vía para superar la desazón y reconciliarse con uno mismo. Cabe una tercera: la necesidad de contrastar los miedos (fundados o infundados) con la realidad como mecanismo para reducirlos a las proporciones de nuestra vida.
En el mundo del cómic El rumor de la escarcha pertenece a esa categoría de tebeos insólitos que, como El viaje de Edmond Baudoin (con el que comparte más de una semejanza), marcan un antes y un después de su lectura. Obra íntima, generosa, transformadora, un viaje a las fronteras del miedo.
Jorge García